Lisa
No me acuerdo cuánto tiempo pasé sentada junto a la cama de mi mamá después de que recuperaron un poco de calma en la mansión. Tenía los ojos cerrados, respiración lenta, un vendaje en la frente y ese silencio extraño que abruma más que cualquier ruido. Su mano estaba tibia entre las mías; la sostenía como si pudiera anclarme a algo.
Pero la verdad era que nada me sostenía.
El mundo se había vuelto un hueco lleno de humo, explosiones, voces que no entendía y fragmentos de cosas que no tenían sentido.
Cuando la puerta se abrió, di un salto.
Cristian estaba allí. Los ojos rojos por el cansancio, la mandíbula tan tensa que parecía que iba a quebrarse.
—Necesitamos hablar —dijo.
No lo dijo con brusquedad. Lo dijo como alguien que no quiere, pero ya no puede callarse.
Me levanté sin soltar la mano de mi mamá.
—¿Puedo dejarla sola?
Él asintió una vez, casi con respeto.
—Va a seguir dormida. Y está protegida.
Me obligué a soltarla. El guardia que estaba en la puerta se hizo