Narrador omnisciente
La noche parecía sostener la respiración. No había viento, ni animales, ni ramas moviéndose. Solo un silencio tan tenso que dolía en los oídos. Cristian llevaba varios minutos de pie frente a la ventana, con los ojos clavados en la línea oscura del bosque. Su cuerpo estaba en estado de alerta absoluta, ese estado ancestral que ningún entrenamiento podía imitar. No era una sospecha. No era paranoia. Era instinto puro: alguien estaba ahí.
Un movimiento detrás de él lo obligó a girar. Era Mateo, uno de los guardias más antiguos y su sombra desde hacía años.
—Los del perímetro dicen que hay algo moviéndose entre los árboles —informó en voz baja—. Rápido, pero no deja rastros.
—No es humano —respondió Cristian sin apartar la vista de la ventana.
Mateo tragó saliva y apretó los puños.
—¿Brujos?
Cristian negó con la cabeza.
—No. Es algo… peor.
Durante un segundo, no dijo nada más. No quería darle nombre a aquello que su mente empezaba a reconocer, porque nombrarlo era a