Lautaro se sentía inquieto. Desde que llegaron al estadio, un nudo en el estómago lo acompañaba. El túnel, con su olor a pasto mojado y pintura fresca, le recordaba cada paso que había dado para llegar hasta ahí, pero la cabeza le jugaba malas pasadas, mostrando imágenes de Erica en el suelo, del auto negro, del mensaje amenazante.
Decidió que no podía callárselo más. Así que, cuando terminaron de cambiarse, antes de que Sergio diera la charla técnica general, los reunió en un círculo improvisado. Thiago, Javier, Kevin, el arquero Elías y el resto lo miraron con atención. Hasta los suplentes se acercaron.
—Necesito que sepan algo —empezó Lautaro, con la voz un poco tomada—. No quiero que esto sea una excusa, ni que piensen que estoy buscando lástima. Pero... la Rusa, esa mina que maneja a un montón de tipos peligrosos en Argentina, me tiene entre ceja y ceja. No sólo a mí. El otro día hizo que un auto embistiera a Erica. Podría haber muerto. Y mandó un video para que yo me enterara.
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