La Rusa estaba sentada en un sillón caro, en una sala de piso reluciente y paredes cubiertas de cuadros abstractos, pero su rostro estaba lejos de transmitir calma. La televisión frente a ella mostraba una y otra vez los resúmenes del partido: Lautaro, con la camiseta número 10 de San Martín, gritaba su cuarto gol, se llevaba las manos a la cara, y luego señalaba al cielo. El locutor chileno no dejaba de repetir: “¡Es un fenómeno este chico argentino, Lautaro Díaz, el héroe del partido! ¡Qué manera de jugar! ¡Qué temple para darlo vuelta él solo!”
Cada repetición del gol la hacía apretar más los dientes. Sus uñas largas y rojas tamborileaban sobre la mesa de vidrio con una fuerza que casi la hacía temblar. Tenía la sangre hirviendo. Ese mocoso de apenas diecinueve años se estaba volviendo un símbolo, un referente. ¿Cuántos chicos lo estaban mirando desde sus casas en Argentina soñando ser como él? ¿Cuántos se inspiraban en ese Lautaro para desafiar el miedo, para pensar que podían sal