La pantalla del celular titilaba con el brillo tenue de la madrugada. Lautaro, sentado en la cama del hotel en Lima, con el rostro medio cubierto por la sombra de la cortina, aceptó la videollamada. El corazón le latía fuerte. La ansiedad del partido se mezclaba con una inquietud más oscura, más pesada.
—Hola —dijo Erica al otro lado de la pantalla, acomodándose el pelo. Detrás de ella, Jenifer asomó la cabeza y saludó con una sonrisa.
—¿Cómo estás, mi amor? —preguntó Jenifer, y aunque su tono era dulce, sus ojos no ocultaban la preocupación.
Lautaro suspiró. Se notaba cansado. Tenía el rostro pálido, ojeras marcadas y la mirada perdida.
—No puedo dormir —respondió—. Desde que avisaron que la Rusa se fugó… no dejo de pensar en ustedes. Mi tía, ustedes dos, Gonza... Agustina... Todos allá, y yo tan lejos.
Erica bajó la mirada. Jenifer se acercó más a la cámara.
—Estamos bien, Lauti. Hay policías afuera de la casa de tu tía. No estamos solas. Pero entiendo cómo te sentís.
—No es solo es