El sol brillaba sobre las canchas de la escuela San Martín mientras Lautaro corría en soledad, con los auriculares puestos y la mente completamente enfocada. Cada zancada era un paso más hacia su destino, hacia ese sueño que durante años había parecido tan lejano: representar a su país en el torneo internacional de colegios. Pero lo que nadie sabía era que en su interior, el ruido era ensordecedor.
Desde el atentado contra Agustina, las amenazas de la Rusa se habían intensificado. Papeles deslizados por debajo de la puerta, mensajes anónimos en redes sociales, autos estacionados en la esquina que desaparecían cuando alguien los miraba dos veces. Pero Lautaro no decía nada. No quería preocupar a Jenifer, ni a Gabriela, ni a Erica. Y mucho menos a Agustina, que aún se estaba recuperando.
Él seguía con su vida como si nada. Entrenaba más duro que nunca. Se quedaba horas extra en la cancha, practicando tiros libres, corridas, controles. Su cuerpo estaba en el campo, pero su mente navegaba