Jenifer seguía caminando, apretando los labios con fuerza para no quebrarse. Todavía podía oler el perfume de Erica en el aire, todavía sentía la tensión en los hombros, como si una parte de la discusión le hubiera quedado pegada a la piel. No quería pensar más en eso. No quería que nada ni nadie le robara la felicidad que había sentido al ver a Lautaro brillar en la cancha.
Cruzó el último tramo del patio, pasando por los árboles que bordeaban el camino hacia la salida. El atardecer pintaba el cielo con pinceladas de naranja y violeta, y las sombras se alargaban como si todo se ralentizara. Justo cuando iba a doblar la esquina, sintió unos brazos rodeándola por la espalda.
Su cuerpo se tensó un instante, pero después reconoció ese abrazo. Era cálido, firme… seguro. Su corazón dio un vuelco.
—Al fin —susurró una voz contra su oído—. Te estuve buscando por todas partes.
Era Lautaro.
Jenifer cerró los ojos. Por un instante, se dejó llevar. Su cuerpo se relajó, se acomodó en el suyo casi