El cielo estaba despejado, el sol golpeaba con fuerza, y el aire parecía tener una electricidad especial. Era el día de los octavos de final. El día donde no había margen de error. Ganar o irse a casa. Así de simple.
La escuela San Martín se enfrentaba a Esperanza Mía, un rival temible. Una escuela religiosa que jugaba con fe, orden y talento. Eran los subcampeones del torneo anterior y habían llegado a esta instancia con una solidez envidiable. Sin embargo, San Martín venía en alza. El equipo se había consolidado, Lautaro y Tiago estaban más unidos que nunca, y la moral estaba por las nubes.
En las gradas, como siempre, Gabriela y Jenifer estaban sentadas juntas. Habían llegado temprano para ver calentar al equipo. Gabriela sostenía una botella de agua y unos snacks; Jenifer, en cambio, no podía quitar los ojos del campo.
Pero no estaban solas.
A unos pocos metros, apoyada contra la baranda con sus auriculares colgando del cuello, estaba Erica. Llevaba una campera atada a la cintura