El partido había terminado, pero las emociones seguían a flor de piel. Lautaro, aún con la camiseta número 17 pegada al cuerpo, caminaba junto a Gabriela y Jenifer rumbo a la zona donde estaban haciendo entrevistas. Los medios escolares, los celulares grabando en vivo, las cámaras improvisadas… todo era un caos de voces y festejos.
Bajo una carpa blanca con el logo del torneo, Darío y Marcela —los padres de Lautaro— eran el centro de atención. Sonreían mientras hablaban con chicos del periódico de la escuela.
—Estamos muy orgullosos. Siempre creímos en él —decía Darío con sonrisa falsa.
—Le dimos una crianza con valores, con disciplina. Sabíamos que llegaría este momento —agregaba Marcela, acomodándose su bufanda con elegancia, como si estuviera frente a un canal nacional.
Gabriela, al oír eso, apretó los labios. Pero no dijo nada. Sabía que la verdad iba a hablar por sí sola.
Lautaro se acercó. Iba serio, con los ojos aún húmedos por las lágrimas que había compartido con su tía