El aire en el taller de Vincent Marino estaba impregnado del olor a gasolina, aceite de motor y metal caliente. Bajo el capó abierto de un Mustang clásico, sus manos expertas, manchadas de grasa, ajustaban una pieza con precisión quirúrgica. Aquel lugar era su santuario, el único sitio donde el título de Alpha del clan Tigre Blanco se diluía entre el sonido de las herramientas y el ronroneo de los motores. Aquí, solo era Vincent, el mecánico, el hombre no el Alpha.
La radio, sintonizada en una vieja estación, apenas cubría el ritmo de su trabajo. Hasta que el sonido de la puerta de hierro arrastrándose interrumpió la rutina. —Jefe.— La voz de Leo, uno de sus hombres de confianza, resonó en el taller. —Hay una chica que te busca en la puerta. Dice que es importante. Vincent no se separó del motor. —¿Nombre? — Pregunto Vincent sin dejar lo que estaba haciendo. —No quiso decirlo.— le contestó Leo — Pero insiste en que la vea... Un fastidio leve cruzó por su mente. Probablemente otro asunto del clan que no podía esperar. Suspiró, dejando la llave inglesa sobre una toalla sucia. Muchos sabían que cuando trabajaba en el taller, no debía de ser molestado pero algunas mujeres del clan aun no entendían eso. Pensaban que podían tentar a su bestia para aparearse con él. Ilusas... —Está bien. Dile que salgo en cinco, primero voy a terminar con el motor de este bebé. Diez minutos después, se incorporo. Se secó las manos lo mejor que pudo con un trapo grasiento, sin mucho éxito, mientras caminaba hacia la entrada principal. La luz del atardecer se colaba a cegas por la puerta abierta, perfilando la silueta de una mujer. —¿En qué puedo ayud…? La frase murió en sus labios. El viento trajo un aroma desde la puerta. Un olor que era una mezcla de miel silvestre y lluvia fresca sobre la tierra, un perfume único que había perseguido sus sueños durante casi ocho años. Un aroma que su tigre, una bestia que siempre rugía justo bajo su piel, reconocía al instante. ¡Lara! Ella estaba ahí. De espaldas a la luz del amanecer, pero era ella. Su cuerpo se tensó como un resorte. Una oleada de calor primal, feroz y posesiva, lo recorrió de pies a cabeza. Su tigre despertó de un salto, rugiendo internamente, exigiendo acercarse, reclamar. Sus garras parecían querer salir de sus dedos, su columna se estremeció con el impulso de arquearse para el cambio. Por un milisegundo, el mundo se tiñó de ámbar, su visión se agudizó hasta el extremo, centrándose solo en ella. Vincent apretó los puños, los nudillos blanqueando bajo la grasa. Respiró hondo, forzando el aire a entrar en sus pulmones con una calma que no sentía. Control. Dominio. Siempre el maldito dominio. Frunció el ceño, conteniendo a la bestia con una fuerza de voluntad que le costó gotas de sudor en la frente. No aquí. No así. —Sígueme —dijo, y su voz sonó áspera, mucho más grave de lo normal, traicionando la tormenta interna. No esperó su respuesta. Dio media vuelta y se dirigió a la pequeña oficina contigua al taller, confiando en que ella lo siguiera. Una vez dentro, cerró la puerta, atenuando los ruidos del taller. El espacio era pequeño, lleno de estantes con repuestos y papeles desordenados en un escritorio. Se apoyó contra el borde de la mesa, cruzando los brazos sobre su pecho, una postura defensiva que esperaba ocultara el temblor que aún sentía, al verla de nuevo. La miró directamente a los ojos, aquellos ojos que nunca había podido olvidar. —¿Por qué regresaste, Lara? Ella lo sostuvo con una mirada igual de intensa, pero cargada de una amargura que le partió el alma. —Si hubiera tenido otra opción en este mundo, Vincent, nunca habría vuelto a este lugar —dijo, su voz firme pero con un deje de dolor. —Este territorio representa lo peor de mi vida. La lucha constante, el desprecio por mi sangre mixta, la sensación de nunca ser suficiente. Hizo una pausa,y por un instante, su armadura se resquebrajó. —Pero también…también tuvo lo mejor. Tú. Fuiste mi único amigo. Mi único confidente. La única persona que no me veía como un error de la naturaleza. Vincent sintió que el golpe emocional era más fuerte que cualquier puñetazo que hubiera recibido en una pelea. Su tigre rugió de angustia, queriendo consolarla, acercarse a su mujer verla así le estaba matando por dentro, pero él se mantuvo firme. —Entonces, si es tan doloroso, ¿por qué estás aquí?— insistió, su tono un poco más suave. Lara bajó la mirada por un segundo, como buscando valor en el suelo desgastado. Luego, alzó la vista de nuevo, con una determinación que parecía costarle todo. —Mi ciclo de calor se acerca. Vincent se quedó inmóvil. Esas palabras eran un disparo directo a su instinto más básico. La bestia dentro de él se alzó, poderosa, voraz, ansiosa. —¿Cómo es posible? Si…— no terminó la frase, olfateando el aire, su olor le inundo. Ahí están sutil pero inconfundible. Ninguno hablo pero ambos sabían, lo que Vincent estaba pensando. Si solo eres mitad tigre, esto era casi imposible. Era la razón por la que siempre había creído que estaría a salvo, que podría pasar desapercibida. Un recuerdo cruzó su mente: su madre, Eleanor, una mujer de porte severo, hablando con Lara, entonces una adolescente angustiada. "Querida, con tu sangre humana... es prácticamente imposible que tu celo aparezca alguna vez. Tu naturaleza de tigresa está demasiado diluida. No tendrás que preocuparte por eso." Lara había asentido, aliviada y devastada a la vez. —Lo sé — lo interrumpió ella, adelantándose a su pensamiento, su voz un eco de ese mismo recuerdo. —Nunca debería pasar. No con mi sangre diluida. Tu madre me lo dijo claramente. Pero no sé qué está ocurriendo. Conozco mi cuerpo, Vincent. Las señales están todas ahí. Es inconfundible. Lo pudiste oler en mi, ¿No es así? Cerró los ojos por un segundo, y cuando los abrió, había una vulnerabilidad brutal en ellos. —Por eso regresé. Porque siempre he vivido sola. He luchado sola. He sobrevivido sola. Pero si ahora… si ahora hay una posibilidad… una remota posibilidad de tener un hijo,— su voz se quebró levemente, —no voy a arriesgarme a perderlo en la calle, sin protección. No lo voy a hacer. El silencio que llenó la oficina era tan denso que se podía cortar con un cuchillo. Vincent la miraba, y toda su fría lógica, su cálculo de Alpha, su eterno control, se hacía añicos ante la cruda verdad de sus palabras. Su pareja, la mujer que había alejado para proteger, había regresado porque, en su momento de mayor vulnerabilidad, el único lugar donde se sentía segura era a su lado. Y su tigre, finalmente, rugió en acuerdo, aprobación y una necesidad absoluta. La partida había cambiado por completo. Vincent la observó en silencio durante un largo momento, el peso de sus palabras grabándose a fuego en su alma. Su tigre, que momentos antes rugía de impulso posesivo, ahora emitía un ronroneo grave y protector. Con un gesto que pretendía ser más calmado de lo que se sentía, señaló la única silla frente al escritorio, apartando un manual de motor. —Siéntate, Lara,— dijo, su voz un poco más suave, aunque la tensión no abandonaba sus hombros. Él permaneció de pie, apoyado contra el escritorio, creando una barrera física para no ceder al impulso de cerrar la distancia entre ellos. —¿Cuál es tu plan? ¿Dónde te estás quedando? Lara se dejó caer en la silla, como si la determinación que la había traído hasta allí empezara a flaquear bajo el peso del agotamiento y la ansiedad. Cruzó los brazos sobre el pecho, en un gesto que parecía de autodefensa. —No tengo un plan, Vincent. —admitió, con una honestidad que lo desarmó. Evitó su mirada, fijando los ojos en una estantería llena de bujías y filtros de aceite. —Solo... pensé en volver. En buscarte a ti. Eres el Alpha ahora. Tú siempre... tú siempre has sabido lo que es mejor. Tú sabrás qué hacer. Esa fe ciega, depositada en él después de todos esos años, después de haberla alejado, le dio un vuelco al corazón y lo atravesó como un cuchillo. "Tú siempre has sabido lo que es mejor." La frase resonó en su mente, transportándolo instantáneamente a través de los años, a la primera vez que supo que su destino estaba ligado al de ella. El recuerdo lo golpeó con la fuerza de un mazazo. No era la Lara casi mujer de ahora, sino una niña delgada, demasiado callada, con rodillas raspadas y una tristeza inmensa en ojos que parecían demasiado grandes para su rostro. La habían arrinconado contra un árbol tres chicos del clan, mayores que ella, burlándose de su olor "débil", de su sangre "impura". Vincent, apenas un adolescente pero ya con el porte de quien sería un líder, los ahuyentó con solo una mirada y una advertencia gutural que salió de lo más profundo de su instinto. No fue una decisión consciente; fue su tigre, reconociendo algo en ella, exigiendo protegerla. Él le tendió la mano. Ella la tomó, y en ese momento, una lealtad feroz e inquebrantable nació en él.