El sol apenas comenzaba a rasgar el cielo cuando Lana cerró la puerta de la cabaña de Vincent con un portazo que hizo temblar los cristales. La furia le hervía en la sangre, una rabia silenciosa y hirviente que la había mantenido en vela toda la noche. Se lo había echado una cabezadita y en ese rato el...¡Maldito hombre!
Él había llegado. En algún momento entre la madrugada y el amanecer, había entrado sigilosamente en la casa. Las pruebas eran irrefutables: un rastro de lodo seco en el piso de la entrada, la puerta de su armario entreabierta, y el olor a bosque y aire frío que aún impregnaba el salón, mezclado con su aroma característico. Se había cambiado de ropa y se había marchado de nuevo, sin hacer el menor esfuerzo por ocultar su paso. Como si su presencia, su explicación, no fueran necesarias.
Como si lo que le había revelado la noche anterior, esa bomba sobre su destino, su vínculo, la verdad primal que lo había obsesionado desde que eran niños no mereciera una conversación.