Roma me recibió como una promesa. Era como si cada piedra antigua, cada arco y cada sombra de ciprés llevara siglos esperando mi llegada. Alessandro había insistido en que nos marcháramos de la villa unos días, “para respirar lejos de miradas ajenas”, dijo. Yo sabía que en el fondo quería regalarme algo más que un respiro: quería darme un mundo nuevo, suyo y mío, donde nadie pudiera interponerse.
La primera mañana nos sorprendió un cielo azul sin nubes. Desde el balcón de la suite, el Tíber corría como un espejo perezoso bajo el sol. Alessandro se acercó por detrás y apoyó la barbilla en mi hombro.
—¿En qué piensas, mia rosa?
—En que nunca imaginé ver Roma así… contigo.
Él sonrió y me dio un beso lento en la mejilla, uno de esos que se quedan grabados más que un beso en los labios.
—Roma sin ti sería sólo ruinas. Contigo es un milagro.
Reí, intentando ocultar el rubor, pero no me soltó.
—Eres un exagerado.
—No, Rose. Te miro y lo sé: los emperadores podían construir coliseos,