Los aplausos tras el beso se disolvieron pronto en murmullos, como un rumor eléctrico recorriendo el salón. Algunos sonreían con aprobación, otros cuchicheaban con malicia. Yo sentí el calor subir a mis mejillas, pero Alessandro me sostenía con tanta firmeza que el mundo podía caerse y yo seguiría de pie.
Cuando el vals terminó, nos retiramos a la mesa principal, donde Giancarlo presidía como un emperador romano. Sus ojos verdes me analizaron con frialdad mientras yo me acomodaba a su lado. Su traje oscuro, perfectamente cortado, parecía reforzar esa aura de dureza. Elena, en contraste, me ofreció una copa de vino y me sonrió con dulzura.
—Rose, querida, ¿te gusta el Brunello de esta añada? —preguntó.
Asentí, agradecida por su intento de hacerme sentir parte del círculo.
—Es delicioso. Como beber el sol de Toscana.
Elena rió suavemente, complacida.
Giancarlo, en cambio, se inclinó hacia Alessandro y le murmuró algo en italiano que no alcancé a comprender, pero cuyo tono era seco, casi