El alba había teñido los cielos de tonos dorados cuando Sariah partió del Templo del Recuerdo. Su figura, envuelta en la capa escarlata de los portadores, avanzaba al frente de una pequeña comitiva elegida con precisión: Tharos, el viejo centinela marcado por el tiempo; Nevara, una vidente del clan del Silencio; y Arix, el cartógrafo de los clanes del norte, que hablaba con las montañas más que con personas.
Atrás quedaban las cámaras ceremoniales y las puertas cargadas de historia. Adelante, se extendía un sendero olvidado por el mundo: la Senda de los Primeros Ecos, un camino que solo aparecía bajo la luz exacta de la luna creciente y el rumor del viento entre los abedules.
—No hay mapas que guíen esto —advirtió Arix, mientras ajustaba su capucha—. Cada paso se adapta al viajero. No es el camino el que se transforma. Somos nosotros.
Sariah lo sabía. Aquello no era solo un trayecto físico. Era una prueba de alma.
El primer obstáculo fue el Velo Pétreo, una formación natural de rocas