El viento soplaba distinto en las tierras centrales. Era un murmullo persistente, como si alguien susurrara a través de las hojas secas. Sariah lo notó en cuanto cruzó el umbral del nuevo templo. Ya no era solo la Raíz del Tiempo lo que vibraba en su interior: ahora era la presencia de algo que no pertenecía a esta era. Algo que se movía en las grietas de la memoria, en los márgenes de lo nombrado.
Los escribas comenzaron a registrar extraños símbolos en sus sueños. Algunos despertaban con tinta en las manos, sin recordar haber escrito nada. Otros hablaban en idiomas que nadie reconocía. La esfera traída de Zholdra, custodiada en la cámara de cristal, palpitaba cada noche con más intensidad.
Y en un rincón del templo, una niña recién llegada al santuario escribió sobre las paredes de su celda:
“Yo la vi.
Ella no tiene rostro.
Pero todas nuestras sombras la reconocen.”
Sariah convocó una reunión de emergencia. El consejo se sentó en círculo, bajo la luz tenue de los faroles lunares. El