El crujido del mundo se sintió como un lamento antiguo. Cuando Sariah atravesó la grieta, no cayó ni flotó: fue absorbida. Cada célula de su cuerpo sintió la distorsión del plano entre realidades. El aire allí no era aire; era memoria, era residuo, era esencia.
No existía un suelo fijo ni un cielo constante. Todo parecía moverse con la lógica de los sueños: una torre en el horizonte podía desvanecerse al parpadear, un río fluir en espiral ascendente, los árboles respirar y cantar nombres olvidados. Y todo estaba cubierto por una neblina dorada y púrpura, como si el mundo estuviera siempre en el instante justo antes del amanecer… o del fin.
—¿Dónde comienza este lugar? —preguntó Sariah en voz baja.
Una voz le respondió sin sonido:
—Aquí no hay comienzos. Solo reflejos.
Giró bruscamente. Nadie. Sin embargo, en el lago a sus pies, su reflejo ya no era suyo. Lo que veía era a Serena, aunque no como la conocía en las crónicas. Esta Serena era más joven, sin corona, sin capa, solo con los o