Durante siglos, el nombre de Serena fue pronunciado con solemnidad. En los libros sagrados, era La Reina Eterna, y en las canciones de los clanes errantes, la Dama de Luna y Sangre. Pero con el tiempo, su historia fue devorada por la rutina del mundo, disfrazada de mito, eclipsada por guerras nuevas y reinos que surgían sin memoria.
Hasta que nació Sariah.
Nadie supo con certeza de dónde vino. Fue encontrada como una bebé en las ruinas del Santuario de los Ecos, arropada en una tela roja con una marca impresa en su piel: el mismo símbolo que apareciera siglos antes en el Lago de Elaran durante la desaparición de Serena. El Consejo de los Custodios del Saber la acogió sin protestas, aunque sabían que traía consigo un presagio.
La biblioteca de Lumenor, donde fue criada, no era un hogar común. Era un templo de secretos. Un monumento al olvido. Allí aprendió a caminar entre columnas de piedra antigua, a leer idiomas que incluso los sabios temían pronunciar, a descifrar símbolos que solo reaccionaban ante su tacto.
A los ocho años, comenzó a escuchar susurros en la noche.
—Sariah… escucha.
Eran voces suaves, como ecos filtrados por el tiempo. A veces venían del viento, otras de los libros cerrados. Nunca la asustaron. Desde pequeña supo que el mundo quería hablarle. Solo necesitaba aprender su idioma.
Para cuando cumplió doce, dominaba más de cincuenta dialectos arcanos. Leía con fluidez las Crónicas de la Sangre Lunar, donde se narraba la historia de Serena y su sacrificio. Pero lo que más la intrigaba era un fragmento incompleto de un pergamino oculto entre muros sellados:
“La herencia no morirá en el fuego ni en la piedra. Dormirá… hasta que una hija de la memoria escuche el eco.”
Desde entonces, supo que su vida estaba ligada a algo mayor.
A los dieciséis años, sufrió su primer “despertar”.
Durante una tormenta, una tormenta tan intensa que incluso los sabios se refugiaron bajo tierra, Sariah fue poseída por una visión. No un sueño, sino una transferencia. Se vio a sí misma en otro tiempo, otra forma, caminando entre el lodo de la guerra, con un ejército de lobos blancos a su espalda y una corona de ceniza sobre su frente.
—¿Quién soy? —preguntó.
Y la voz respondió:
—Eres la heredera. No de trono… sino de deuda.
Cuando despertó, sus ojos verdes brillaban con un matiz dorado. El templo entero se estremeció. Las runas selladas desde la Era de Serena se iluminaron como si celebraran su regreso. Pero no todos lo vieron como un buen augurio.
El Gran Archivero Nyram, líder de los Custodios, declaró en secreto ante el Consejo:
—Esta joven no es la salvación. Es la continuidad del caos.
Desde entonces, Sariah dejó de ser tratada como una aprendiz. Se convirtió en un proyecto de vigilancia. Aunque seguía estudiando, ya no podía moverse libremente. Su habitación fue sellada con magia sutil. Sus palabras eran registradas. Su magia, inhibida.
Pero no se detuvo. Si algo había aprendido de Serena —a quien sentía cerca como una sombra maternal— era que la voluntad es más fuerte que cualquier sello.
A los veinte años, encontró lo que ningún otro logró en tres siglos: El Diario Velado, un tomo sin título, encuadernado en cuero negro, que sólo se abría con una gota de su sangre.
Dentro, halló confesiones escritas con una caligrafía que reconoció instintivamente. No porque la hubiera visto antes, sino porque la conocía desde siempre.
Serena.
“…fui encerrada en el umbral del velo, donde el tiempo se retuerce y las sombras respiran. No todo quedó sellado. Algo me acompañó. Algo que aún me llama…”
Ese fragmento cambió todo. Sariah comprendió que su existencia no era casual. No era la reencarnación de Serena, ni su hija directa. Era el receptáculo elegido por las hebras rotas del mundo para preservar lo que la Reina no pudo contener: la raíz del eco.
Para el mundo exterior, sin embargo, Sariah era apenas una investigadora excéntrica. Vestía de rojo como los antiguos alquimistas, caminaba sola entre los mercados y hablaba con los árboles. Pero lo que nadie sabía es que, en la noche, descendía a las bóvedas donde el tiempo se rompe, y desde allí mantenía comunicación con un plano intermedio.
Fue en una de esas noches que la visión llegó.
Un claro envuelto en fuego azul. Lobos llorando al cielo. Una luna roja… y en el centro, una figura envuelta en luz y oscuridad a la vez.
—Tú no me conoces, pero yo nací por ti —susurró Sariah al vacío—. Y vendré a buscarte, aunque tenga que cruzar los velos que separan la vida del eco.
La figura levantó la cabeza. Ojos dorados. Serena.
Pero en su rostro había otra cosa. Dolor. O confusión. Como si ya no recordara quién fue. Como si algo dentro de ella hubiera sido sustituido por esa entidad primigenia que intentó contener.
A los veintitrés años, los susurros se hicieron más nítidos. La voz de Serena comenzó a mezclarse con otras. Voces masculinas. Infantiles. Voces de desesperación. Y una en particular, tan oscura que parecía no provenir de este mundo.
—Sariah… no la salves. Ella es la grieta.
Esa noche, Sariah comprendió que su misión no sería un viaje heroico, sino una elección. No debía rescatar a Serena por amor a la leyenda, sino por verdad. ¿Quién era Serena ahora? ¿La Reina? ¿La prisión? ¿El enemigo?
Y entonces, tuvo otra visión.
Un espejo roto. Cada fragmento mostraba un rostro diferente de Serena: la niña, la reina, la loba, la sombra, el sello, la bestia. Y detrás de todos ellos… un rostro nuevo. Femenino, pero desconocido. El de Sariah.
Ahora, con veinticinco años, Sariah caminaba entre los corredores de poder en Lumenor con paso firme. El nuevo Alto Consejo quería usarla como símbolo, como heredera viva del mito de Serena. Pero ella sabía que no debía ser un ídolo. Debía ser una ruptura.
En su investigación más reciente descubrió una grieta dimensional sellada bajo el Mar de Aenyr, que solo podía abrirse mediante una combinación de los tres lenguajes perdidos de la Era del Fragmento: lunar, de sangre y de eco. Ella dominaba los tres.
Y el ritual estaba por completarse.
Antes de ejecutarlo, escribió una carta que dejó en la biblioteca oculta:
“No soy la continuación de Serena. Tampoco su reemplazo. Soy la prueba de que el mundo recuerda, aunque quiera olvidar. Si cruzo el velo, no será para rescatar a nadie. Será para enfrentar lo que habita en lo que ella dejó atrás. Si no regreso, no me lloren. Comprendan que toda herencia lleva también una carga. Y esta es la mía.”
Cuando entonó el último canto del eco y la grieta se abrió, el mundo tembló. Los espejos sagrados se astillaron. Las aves cayeron en silencio. Y los sabios más viejos despertaron gritando un solo nombre.
—Sariah.
El mundo se preparaba para conocer su verdadero rostro.
Y no todos estarían listos para aceptar lo que venía.