ALFA RHYDAN
El aire de la enfermería era espeso.
Olor a hierbas, humo, sangre seca y esperanza.
Después del rugido del fuego y la matanza, el silencio dolía, pero también curaba. Los susurros reemplazaban a los gritos. Los sollozos, al fin, eran respiraciones.
Me arremangué la camisa y caminé entre las camillas improvisadas. Las mujeres dormían o lloraban en silencio. Algunas abrazaban mantas limpias, otras apenas podían moverse. Y aun así, estaban vivas. Eso bastaba.
Mila trabajaba sin detenerse. Tenía los brazos manchados de ungüento, la trenza despeinada, el rostro cubierto por el brillo del cansancio. Pero su mirada seguía firme.
Me acerqué a ayudarla a sostener a una joven que se retorcía del dolor mientras le lavábamos una herida.
—La reina Laurenth es maravillosa —dijo Mila de pronto, con voz temblorosa, pero llena de admiración—. La vi curar con sus propias manos, Rhydan. Sus palmas… brillaban. Fue mágico.
Sonreí apenas, sin dejar de presionar el paño sobre la herida.
—Lau sie