El olor a humo todavía me seguía, pegado a la piel como una acusación. Cada respiración era un puñetazo: sabor a fuego, metal y sangre que se mezclaba en mi garganta y me recordaba cada latido roto del campamento. El bosque, que la noche anterior había sido nuestro refugio, ahora era un cementerio que crujía y susurraba con los ecos de las vidas que se desvanecían.
Empujé la puerta de la cabaña con el hombro; la madera crujió como una vieja herida. Era pequeña, vieja, cobijada por un risco oculta por vegetación, nadie debía saber que existía. La oscuridad me recibió como un abrazo frío, y dentro de ella el silencio dolía más que cualquier cuchillada.
En el fondo, otra puerta cedió bajo mi empuje. Allí, una cama, con mantas, las suficientes para abrigar a mi hembra, Zarina yacía débil entre mis brazos. Su respiración era un hilo fino entrecortado. Su piel, antes cálida, estaba helada al tacto; su cabello, pegado por la sangre, le enmarcaba el rostro como un halo enlutado. La deposité