KAELAN
La visión frente a mí era suficiente para hacerme olvidar cualquier consejo, cualquier plan de guerra, cualquier carga de rey.
Laurenth estaba en medio del patio de entrenamiento, con un canasto de queques recién horneados en una mano y la otra acariciando el cabello revuelto de Lyra, que reía feliz mientras repartía galletas a los guerreros. La escena era tan sencilla… y sin embargo, mi pecho se llenaba de un orgullo difícil de explicar.
Los soldados, endurecidos por años de batallas, recibían los dulces como si fueran tesoros. Algunos agradecían con reverencia, otros se inclinaban con torpeza, y todos repetían lo mismo:
—Gracias, luna Laurenth.
Ella rodaba los ojos, insistiendo en que no era la luna. Pero la sonrisa en su rostro la traicionaba. Esa sonrisa suave, nerviosa, llena de emoción… ya había conquistado a toda mi manada.
«Mírala, Kaelan», suspiró King dentro de mí, con un tono casi reverente. «Nuestra loba está brillando, y ni siquiera lo nota.»
—Lo sé —murmuré apenas