La madrugada aún era espesa cuando Luciana abandonó Zúrich.
En el aeródromo privado, la nieve crujía bajo los pasos de dos hombres que la escoltaban. Ningún guardia miró dos veces, nadie hizo preguntas: todo estaba perfectamente calculado.
El jet esperaba con las luces bajas, rugiendo en silencio como un depredador listo para saltar.
Luciana ajustó el abrigo alrededor del pequeño bulto que llevaba entre los brazos. El bebé apenas lloraba, como si supiera que el silencio era su mejor refugio. Ella sonrió, orgullosa, mientras subía la escalerilla.
—Ya nadie podrá tocarte —murmuró—. Y tampoco volverás a ellos.
Dentro del avión, la atmósfera era cálida, sofocante en contraste con el frío exterior. Luciana se acomodó en un asiento de cuero, sosteniendo al niño contra su pecho. El piloto y el copiloto intercambiaron instrucciones rápidas en voz baja; pronto, el rugido de los motores se tragó la noche.
Por la ventanilla, el reflejo de las luces de Zúrich se desvanecía. La ciudad quedaba atrá