Cinco meses después del juicio, la vida de Valeria y Thiago había encontrado un ritmo nuevo. Uno que no estaba hecho de relojes ni de agendas imposibles, sino de campanas de iglesia a lo lejos, desayunos lentos y tardes que se podían desperdiciar sin culpa.

Zúrich los había adoptado con una calma suiza que parecía hecha a medida para ellos. Clara, ya instalada en la casa de techos inclinados que alquilaron cerca del lago, había dejado de asociar la palabra “hospital” con dolor. Ahora, los controles médicos eran apenas una excusa para pasar por la cafetería del hospital y pedir su pastel de frambuesa favorito.

Valeria salía temprano cada mañana al Hospital Universitario, con el uniforme blanco perfectamente ajustado y una carpeta bajo el brazo. En solo unos meses, se había ganado un lugar como una de las cinco mejores especialistas en cardiología pediátrica del país. Sus colegas admiraban su precisión quirúrgica, pero también la calidez con la que trataba a sus pequeños pacientes.

Thia