Desperté tarde, mucho más tarde de lo que hubiera querido. Mi cuerpo estaba pesado, como si el cansancio de todas las noches sin dormir se hubiera acumulado y recién hubiese encontrado el lugar exacto para soltarlo. No recuerdo cuándo fue la última vez que dormí así, profunda y sin miedo a soñar.
Al abrir los ojos, el primer reflejo fue extender mi brazo hacia el costado, buscando el calor de Alex en las sábanas revueltas. Pero no lo encontré. La cama estaba fría, desordenada todavía por lo que había pasado entre nosotros, pero vacía.
Me quedé unos segundos inmóvil, abrazando la almohada, tratando de asimilar lo que eso significaba. No estaba. Y, sin embargo, la habitación no se sentía abandonada. Había algo en el aire, un rastro suyo que seguía presente.
Me incorporé despacio, envuelta aún en la bata del hotel que había quedado sobre el respaldo de la silla, y fue entonces cuando lo vi. Sobre la mesa del rincón, junto a la ventana que dejaba entrar la luz suave del mediodía, había una