Apenas terminé de leer la carta, el mundo pareció llenarse de ecos.
No sabía cuánto tiempo llevaba sentada en el borde de mi cama, con el papel entre los dedos temblorosos, los ojos ahora húmedos y la garganta apretada.
Sofía.
La madre de Alex.
Aún viva. En Ginebra. Esperando que su hijo supiera que no todo estaba roto.
Me costó unos minutos entender por qué no podía moverme.
Era como si la carta me hubiera abierto una puerta interna que yo había sellado sin darme cuenta. No era solo el dolor de ella, o la ternura con la que me hablaba sin conocerme. Era lo que había detrás de cada palabra: el amor que aún quedaba. El vínculo que no se había perdido del todo.
Tomé el celular sin pensar demasiado.
Lo desbloqueé, abrí nuestra conversación —esa que había quedado en pausa desde desde el ultimo mensaje y le escribí:
“Acabo de leer la carta.”
Eso fue todo.
No supe qué más decir.
No pregunté. No exigí. No especulé.
Solo eso.
Dejé el teléfono a un lado y me recosté un momento, cerrando los oj