Bruno caminó con su hija hacia el carro. Al llegar a la parte trasera del vehículo, abrió la puerta y la dejó mirar. De inmediato, sus ojitos se agrandaron, brillando con una mezcla de asombro y alegría. Por un segundo se quedó inmóvil, como si no pudiera creer lo que veía. Luego, una sonrisa se extendió por su rostro, tan pura y radiante que a Bruno se le apretó el pecho y un hormigueo recorrió todo el cuerpo.
—¿Son para mí, papá? —preguntó, con su vocecita llena de entusiasmo.
—Sí. ¿Te gustan? —inquirió Bruno, deleitándose con la reacción de su pequeña. Para él, ese gesto sencillo que había tenido con su hija le reconfortaba el alma.
—¡Sí! —exclamó ella, subiendo apresurada al carro y tomando el ramo de flores violetas en sus manos con delicadeza—. Son muy lindas, papá. Gracias. A Leía le gustan mucho —dijo, dejando escapar una risa inocente que llenó el espacio de alegría. Estaba tan feliz que llevó las flores a su pecho, apretándolas con fuerza—. Mami me regala flores como estas.