Capítulo cuarenta y cuatro 44

Minutos antes, los gritos de los niños, mezclados con los graznidos de los gansos, formaban un bullicio alegre. Una niña de unos ocho años se acercó a Leía.

—¿Puedo jugar contigo? Mi mami está allí —dijo la pequeña, señalando hacia un grupo de adultos que charlaban distraídos.

Leía la miró con recelo y, luego, con timidez le ofreció un puñado de palomitas de su bolsa. La niña las tomó con dedos temblorosos, pero en lugar de comérselas, las arrojó al suelo, donde los gansos las picotearon con avidez.

—Me gustan mucho las flores —comentó de pronto la niña, girando hacia Leía con una sonrisa que parecía guardar un secreto—. ¿Quieres ver unas de color morado? —Señaló hacia la orilla opuesta del lago, donde la luz de la tarde teñía el agua de tonalidades doradas—. Son flores silvestres, como las que le gustaban a tu mamá. Crecen justo ahí, entre los juncos.

Leia sintió que el corazón le daba un vuelco. ¿Cómo sabía eso? Sobre todo, lo de las flores violetas, que eran las preferidas de su ma
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