Bruno tomó su teléfono de la chaqueta y, al ver en la pantalla el nombre de su tía, no dudó en responder.
—Hola, tía. ¿Cómo va la excursión?
—Hijo, perdóname por no cuidar de nuestra pequeña...
Bruno sintió el peso del teléfono en su mano como si fuera de plomo. La voz de su tía, quebrada por el llanto, resonó en sus oídos como un eco doloroso. El miedo comenzaba a invadir cada fibra de su cuerpo. Apoyó los codos en la mesa para reunir fuerzas, evitando que el teléfono se le resbalara de los dedos. Tragó saliva, intentando deshacer el nudo que le apretaba la garganta.
—¿Qué pasó? ¿Dónde está mi hija? —preguntó con voz temblorosa.
—Estábamos en el parque... De un momento a otro, me distraje y... la niña... no la encuentran.
El corazón de Bruno latió con tal fuerza que creyó que explotaría. Una oleada de furia helada lo invadió.
—¡Demonios! ¿Y los guardaespaldas? ¿Dónde estaban? ¡Son hombres muertos!
—Graciela los llamó justo en ese momento para que atendieran un problema con una señora