Bruno llegó a su casa después de las ocho de la noche, abrumado por lo ocurrido en la empresa Dransen. Al cruzar la puerta, una silueta menuda iluminó la penumbra. Su hija aguardaba sentada en el último escalón, con las rodillas pegadas al pecho y los ojos brillantes como dos luceros.
—Princesa —susurró Bruno, dejando caer el maletín sobre la consola—. ¿Qué hace mi tesoro aquí, solita? Ya es tarde, deberías estar acostada.
La niña se levantó de un salto, y el vestido de unicornio de dormir, ondeó como alas de mariposa.
—¡Bendición, papi! —canturreó, juntando sus manitas hacia el frente—. Te esperaba. Necesitamos hablar de algo importante para mí.
El corazón de Bruno se deshizo. Aquella vocecita, tan seria y dulce, borró de un soplo sus problemas. Se inclinó para tomarla de la mano y la guio al sofá. Una vez sentados, uno al lado del otro, habló:
—Cuéntame —acarició una trenza rebelde mientras preguntaba—. ¿Qué tiene preocupada a mi princesa valiente?
La pequeña inspiró hondo, inflando