El mismo día
New York
Nicky
Dicen los expertos que lo peor que puede hacer un idiota es embriagarse. Pierdes el control, la razón, la dignidad… te vuelves un muñeco de trapo en manos de cualquiera. Y si eso ya suena mal, peor es tener que confiar en un desconocido. Quedas frágil, como cristal al borde de una repisa, expuesta a caer en el primer descuido. La única defensa real sería no llegar nunca a ese estado de estupidez líquida.
Pero cuando uno busca consuelo en el alcohol no está pensando en consecuencias, solo quiere anestesiar el alma. Queremos olvidar, enterrar bajo litros de veneno las heridas abiertas, la rabia que no cabe en el cuerpo, los gritos que no podemos soltar. Es un alivio tan falso como un espejismo en el desierto: brilla por un instante, promete alivio, y luego desaparece dejándote más sedienta que antes.
Tarde o temprano, hay que volver a la realidad. Volver a recoger los pedazos, a pelear contra esos fantasmas que no se disuelven ni con el mejor whisky. Porque la vida no espera a que te repongas de tus caídas. Te da una patada y te exige seguir caminando, aunque sangres por dentro.
¡Mierda! Era el perfecto ejemplo de la estupidez humana. Allí estaba yo, en un bar de quinta, rodeada de humo rancio, vasos medio vacíos y risas rotas, intentando aplacar a punta de tequila el dolor, la rabia y la frustración que me carcomían el alma. La muerte de mi padre seguía pesándome como una losa, aunque la verdad... ni siquiera tuve un último adiós, ni una maldita oportunidad para perdonarlo o para reprocharle todo lo que había callado.
No quería lidiar con nadie, mucho menos con un idiota cualquiera que intentaba ofrecerme ayuda para llevarme a casa. Sentí cómo mi versión más rebelde, esa Nicky terca y orgullosa, asomaba con garras y dientes. Protesté, insulté, me defendí como una gata acorralada, porque aún me aferraba a la idea de valerme por mí misma, aunque mi cuerpo ya estuviera traicionándome.
Cada segundo era una maldita batalla para mantenerme en pie. La cabeza me daba vueltas como un carrusel fuera de control, mi voz sonaba distante, como un eco flotando en una caverna. Aun así, recuerdo —con una nitidez cruel— cómo terminé subiendo a un Maserati brillante, negro como la noche, mientras el galán de sonrisa torcida me abría la puerta como si fuera una princesa perdida.
—Mocosa, sube y dame la dirección de tu casa —ordenó, con ese tono insolente que me arrancó una carcajada amarga.
—Si soy... una mocosa, tú... —balbuceé, mirándolo con descaro mientras me dejaba caer en el asiento del copiloto.
—No soy tan viejo, y no te atrevas a repetirme que soy el abuelo de Ken. ¿Sabes a lo que me refiero? —me lanzó una sonrisa ladeada mientras me abrochaba el cinturón con torpeza disfrazada de galantería—. ¿Todavía juegas con muñecas?
Fruncí el ceño, sintiendo el calor subir a mis mejillas por la rabia.
—Eres un pesado... un engreído que se cree irresistible, pero no seré... —intenté decir con dignidad.
—Para tu suerte, no me aprovecho de mujeres indefensas —interrumpió con un destello de humor en esos ojos que apenas lograba enfocar—. Tal vez cuando estés en tus cinco sentidos pueda mostrarte de lo que te pierdes. Ahora dime dónde vives.
Parpadeé, tratando de ordenar mis pensamientos, mientras la ciudad se desdibujaba a través de la ventana.
—¿Eh...? Vivo allá... en los cielos... —murmuré, antes de que la oscuridad me tragara sin aviso.
Lo siguiente fue despertar en una habitación de hotel, con un dolor de cabeza que me taladraba el cráneo. Me moví con recelo, notando que seguía vestida, aunque no disimulé la punzada de duda que me atravesó el pecho.
Caminé por la alfombra mullida hasta una pequeña mesa donde me esperaba una bandeja con desayuno, analgésicos y una nota escrita con una letra rápida y firme: "Mocosa, vuelve a la escuela. No juegues a ser adulta emborrachándote." No había un número de teléfono. No había una frase traviesa insinuando una cita. Solo un sermón disfrazado de consejo, como un gancho directo al orgullo.
Intenté pagar la cuenta de la habitación, pero el galán misterioso ya había saldado todo en efectivo. Ni rastro de su identidad. Ni un nombre, ni un maldito dato para darle las gracias... o para insultarlo, como probablemente me hubiera gustado. Tal vez era lo mejor. Ahora tenía suficientes problemas como para sumarle otro desconocido a mi vida.
En fin, volví a la mansión obligada… o, mejor dicho, fue mi manera de gritarle a la arpía de Hillary que no iba a dejarle el camino libre. Menos aún dejar impune la muerte de mi padre. No me cabe duda de que ese accidente fue provocado. Y así luego de una ducha fría, de pensar con sangre fría, supe que debía empezar a buscar respuestas. Y el mejor lugar para comenzar era la empresa. La empresa de mi padre.
Al cruzar la entrada del edificio, una oleada de nostalgia y rabia me inunda. No pensé que volvería a caminar por estos pasillos. Cada paso que doy me recuerda los días que ya creía olvidados. Escucho el eco de los saludos de los empleados, las miradas rápidas y disimuladas. Unos me ignoran, otros me observan con curiosidad, como si no supieran qué hacer conmigo. Sigo hacia el piso de presidencia en el ascensor. Los recuerdos de mi adolescencia me asaltan: "Mi padre hablándome de aviones como si fuera un cuento de hadas.
Cuando las puertas del ascensor se abren, el primer rostro que veo es el de James Evans, como si los años no hubieran pasado por él. Sigue con su cabello oscuro casi sin canas, su rostro delgado, sin rastro de arrugas. Me observa en silencio, con esa pose serena que siempre ha tenido, como si el tiempo no hubiera marcado ninguna diferencia. El mismo James que, en su mirada, oculta más secretos de los que me atrevo a imaginar.
—Nicky Collins… —dice con voz rasposa, como si saboreara cada palabra—. Nunca pensé verte de nuevo en estas oficinas. Después de aquel día en que te fuiste furiosa, porque no te di la razón… —Su risa se escapa, pero no hay alegría en ella. Es una risa afilada, como un recordatorio de lo que fui para él: una hija malcriada que no sabía cómo encajar en el mundo adulto.
Me abraza con la familiaridad de quien no teme mostrar afecto. El beso en mi mejilla es tibio, rápido, casi calculado, como si todo fuera una obligación para él. Me separa y me mira con esa expresión paternalista que siempre me molestó. No lo soporto.
—La tenía, James… —respondo, mi voz firme, desafiante—. Mi idea sobre implementar otra flota era más rentable. Pero tú preferiste seguir las órdenes de mi padre. No me apoyaste…
Sus ojos se entrecierran un momento. Hay una luz fría en su mirada, como si, por un instante, me viera por lo que realmente soy: alguien con carácter. Pero rápidamente su sonrisa vuelve, como una máscara que se adapta a la situación.
—En mi defensa —dice encogiéndose de hombros, sin perder su calma—, esos aviones necesitaban más recursos. Pero no hablemos del pasado. —Hace un gesto con la mano, como si desechara la conversación anterior—. Vamos a mi oficina para charlar con más calma.
Un momento después.
Nos sentamos frente a frente. El aire se llena de silencio. James empieza a preguntar, como si me estuviera evaluando. Quiere saber todo sobre mi vida en la base, pero hay algo más en sus ojos. Hay un interés que no logro descifrar del todo.
Finalmente, lleva el vaso a sus labios, da un sorbido y sus ojos no me dejan de mirar. Algo cambia en su tono, se hace más grave, más penetrante.
—Nicky, te conozco lo suficiente como para saber que no te quedarás aquí solo para asumir las riendas de la empresa. Tú… —su voz se suaviza ligeramente, pero sigue desnudando la verdad—. Tú quieres descubrir lo que sucedió en ese accidente. Pero déjalo en manos de la policía.
Mis ojos se clavan en los suyos, con una mueca desafiante que me nace desde lo más profundo. No puedo dejarlo ir así.
—James, tanto tú como yo sabemos que mi padre jamás cometería un error al pilotear en un vuelo rutinario. Él conocía la ruta con los ojos cerrados. Fue un sabotaje. Y no voy a quedarme de brazos cruzados. Necesito descubrir quién lo hizo. ¿Parker? ¿La arpía de Hillary? ¿O algún enemigo sin rostro?
La respuesta de James me llega lentamente, como si estuviera meditando cada palabra. Hay algo oscuro en su mirada ahora.
—No confío en la perra de Hillary —dice, con resentimiento evidente—. Pero perdía demasiado con la muerte de Alfred. Antes de casarse, firmó un acuerdo prenupcial donde no tendría derecho a nada. Entonces, nadie en su sano juicio mataría a su gallina de los huevos de oro…
Siento un nudo en el estómago. La noticia me golpea de lleno, pero no puedo dejar que se note. Mis puños se aprietan ligeramente.
—No subestimes la codicia —espeto, la voz casi ronca de rabia—. Seguro que algo le dejó en el testamento. Y está el seguro de vida... No descarto a la bruja. —Lo miro con dureza—. Ni a Alan Parker, ese hijo de puta.
James sonríe, de forma amarga, y su rostro se suaviza un instante, como si la idea le divirtiera.
—¡Alan! —dice con cierto aire de burla, sonriendo como quien recuerda un viejo chiste—. Presumo que todavía no lo conoces… ni a nadie de su familia. ¿Qué tal si me acompañas a una cena de negocios entre amigos? —propone, cuando un golpe seco en la puerta interrumpe la conversación.
La puerta se abre con brusquedad, y aparece un hombre de unos treinta y tres años. Es alto, delgado, su mirada inquieta y penetrante me recorre de pies a cabeza. Lleva un traje azul con corbata a juego. Su presencia es como una sombra que cae sobre el ambiente.
—James, no sabía que estabas ocupado —dice el hombre, su voz suave, pero con un dejo de superioridad. No aparta la mirada de mí, como si cada detalle de mi rostro fuera importante.
—Pasa, Scott —responde James, con un leve gesto de la mano—. Deja que te presente a Nicky, la hija de Alfred.
Mis ojos se entrecierran al escuchar su nombre. Scott. La simple mención me eriza la piel.
—Nicky… —dice James, mientras me observa—. Te presento a Scott Sanders, el sobrino de Hillary. Nos ayuda en el departamento de licitaciones.
Lo miro sin esconder mi desdén. La sonrisa de Scott es tan perfecta que me resulta falsa. Como si la estuviera esperando, ensayada, como si todo estuviera calculado.
—Así que tú eres la famosa Nicky —habla, sosteniendo mi mirada un segundo más de lo educado—. Siento mucho lo de tu padre. Era un hombre admirable.
Sus palabras son correctas, su sonrisa es educada... y, sin embargo, todo en él me grita falso.
—Me enseñó todo lo que sé —agrega, como queriendo comprar simpatía—. Y me encantaría seguir charlando contigo. ¿Qué dices? ¿Un café? ¿Un trago? ¿Una cena, quizás?
Le sostengo la mirada, congelando su sonrisa encantadora con la mía, más fría que una noche de invierno, pero su propuesta me deja sumergida en un mar de dudas.