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Más que un encuentro (2da. Parte)

La misma noche

New York

Alan

La vida no es más que una sucesión de decepciones envueltas en papel de regalo. Eso lo entendí después de unos cuantos tropiezos, o como prefieren llamarlo algunos: "experiencias que te hacen madurar".

Imbécil, idiota, bruto... Son solo algunos de los adjetivos que he escuchado salir de labios femeninos después de una noche juntos. Y en mi defensa, jamás les prometí amor eterno, ni juré fidelidad, ni hablé de construir castillos en el aire. No soy ese mujeriego empedernido que adora inventarse la prensa sensacionalista. La verdad es otra: son demasiadas decepciones acumuladas, una tras otra, como golpes sordos que ya ni duelen, solo adormecen.

Hubo un tiempo en que pensé que lo había encontrado. Esa mujer que sería mi compañera, mi hogar, mi futuro. Me vi de rodillas, anillo en mano, con una estúpida sonrisa esperando su "sí", su abrazo, su lágrima de emoción. En su lugar, Helena me entregó las llaves de mi departamento, agarró su valija, y me soltó con una naturalidad cruel:

—Alan, no estoy lista para más. Lo siento.

La vi irse. La vi cerrar la puerta sin mirar atrás. Me quedé parado como un idiota, con el corazón hecho trizas, aun creyendo que volvería en unos días, arrepentida, diciendo que había sido un error, que era el miedo. ¡Qué ingenuo! Ni un puto mensaje, ni una puta llamada. Solo rumores de mis amigos: "La vieron con un marroquí", "Se fue de viaje con su exnovio", "La vi en una discoteca con otro". Allí estaba la verdadera razón. No era miedo. No era presión. Era traición.

Así que dejé de complicarme. Dejé de buscar ese amor de película que solo existe en la imaginación de los idiotas y las novelas baratas. A estas alturas, disfruto mi soltería. Sin ataduras, sin promesas huecas, sin dramas. ¿Miedo a enamorarme otra vez? Puede ser. O simplemente aprendí que algunas heridas sanan mejor si no las vuelves a abrir.

Claro que mi hermana piensa diferente. Vive emperrada en querer enredarme con alguna de sus amigas solteras, como si de verdad creyera que esa ridiculez podría funcionar. Cada vez que insiste, sonrío, me sirvo un whisky y pienso: pobre ilusa.

Aunque no todo en mi vida se resumía a conquistas pasajeras, la realidad era que transcurría entre reuniones de trabajo, inspecciones interminables a los hangares, supervisando cada tornillo y cada válvula como si mi vida dependiera de ello. De vez en cuando, me daba el lujo de sobrevolar la ciudad en alguno de los prototipos que diseñaba. Sí, conocía todo lo relacionado con aviones, desde el engranaje más pequeño hasta el sistema de navegación más complejo. No era uno de esos magnates de escritorio que se llenaban la boca dando órdenes detrás de una cómoda oficina de cristal. Me gustaba meter las manos en la grasa, oler el metal caliente, sentir el rugido de las turbinas bajo mis pies.

Hoy, precisamente, planeaba refugiarme en los hangares, lejos del mundo, lejos de todo. Me estaba acomodando el saco, dispuesto a desaparecer unas horas, cuando la puerta de mi oficina se abrió de golpe.

Kelly entró como una tormenta: su cabello castaño caía desordenado sobre los hombros, los tacones resonaban como disparos contra el mármol, y sus ojos azules, tan intensos como los míos, centelleaban con furia pura.

—¡Alan! —rugió—. En todos los putos canales de televisión hablan de lo mismo. ¡De la muerte de Alfred Collins!

Solté un suspiro cansado, abrochándome el último botón de la chaqueta como si no hubiera un huracán a punto de estallar frente a mí.

—Hermanita... ¿y cuál es el maldito problema? —pregunté, ladeando la cabeza con una sonrisa sarcástica—. ¿Por qué traes esa cara de funeral?

Kelly cerró la distancia en unos pasos largos y agresivos, hasta plantarse frente a mí.

Pude ver cómo sus manos temblaban ligeramente, no de miedo, sino de rabia contenida.

—¡Mierda, Alan! —escupió la palabra como un latigazo—. ¡Hablan de un sabotaje! De que su muerte fue provocada. Y lo más grave no es eso... —hizo una pausa, apretando los labios como si le costara decirlo—, es que empiezan a señalar a Hillary como sospechosa... pero también a ti.

La habitación pareció encogerse por un instante. Yo me limité a girar los hombros en un gesto de indiferencia, caminando hacia la barra de whisky que tenía junto a los ventanales.

—Cuando salga la verdad a la luz —dije mientras me servía un trago generoso—, se acabarán los rumores.

—¡No, Alan! —Kelly golpeó el escritorio con la palma abierta, haciendo vibrar los papeles—. ¡¿No entiendes lo que significa este escándalo?! Las acciones bajarán en la bolsa, las aerolíneas comenzarán a cancelar rutas. ¡Nadie quiere su maldito nombre asociado a un asesino!

Me di la vuelta, el vaso en mano, y la miré con una calma calculada.

—¿Y qué quieres que haga? —enarqué una ceja—. ¿Qué me ponga a llorar ante las cámaras? ¿Qué organice una misa de arrepentimiento?

—¡No seas imbécil, Alan! —soltó ella, cruzándose de brazos, las uñas clavándose en su propia piel—. ¡Debes resolver este asunto antes de que termine de hundirnos a todos!

—Oh, claro —reí en voz baja, bebiendo un sorbo lento—. Ahora soy el salvador de la familia. ¿No era que la empresa era de los dos? ¿O solo eres una Paker cuando te depositan las ganancias en tu cuenta?

Vi cómo su rostro se endurecía, los pómulos tensos, la mandíbula apretada como una trampa de acero.

—Eres un idiota —masculló—. Pero uno útil si quieres seguir teniendo un imperio que administrar.

—¿Y qué propones, Sherlock? —pregunté, apoyándome despreocupadamente contra la barra.

—Que busques a la heredera de Alfred —soltó sin más, como si fuera la cosa más lógica del mundo.

Fruncí el ceño, despacio, saboreando la incredulidad que me subía por la garganta.

—¿La perra de Hillary? —pregunté con un deje de burla.

—No —aclaró Kelly, agitando la mano como si espantara una mosca—. No me refiero a ella. Hablo de la hija de tu maldito amigo.

—¿La mocosa? —bufé—. ¿Y qué demonios se supone que debo hacer con ella?

Kelly esbozó una sonrisa torcida, esa sonrisa venenosa que conocía tan bien.

—Hablas con la muchacha sobre el tema de la sociedad, acuerdan un comunicado para la prensa... y asunto cerrado. Sin dramas, sin escándalos, sin poner una bala en nuestra reputación.

Me reí, dejando el vaso sobre la barra con un golpe seco.

—Vaya, como lo dices suena tan fácil —ironicé—. ¿Y si no quiere cooperar? ¿Y si resulta ser una malcriada caprichosa?

Mi hermana se encogió de hombros, la mirada fría como una hoja de acero.

—Entonces usa tus encantos, hermanito.

Me quedé mirándola en silencio por un momento, pero agarré el celular y la billetera del escritorio, buscando la puerta sin responder. No quería seguir discutiendo con Kelly. Tenía algo de razón en todo este puto lío. Al ser competencia directa de Alfred Collins, mi nombre sonaba fuerte entre los rumores de sabotaje. Pero sabía que una simple charla con esa muchacha no iba a limpiar mi reputación. Haría falta mucho más. Encima, ni siquiera sabía cómo ubicarla.

En resumen: después de pasar la tarde entre motores y combustible en los hangares, lo único que necesitaba era una cerveza bien fría, sin tener que lidiar con los malditos reporteros. Por eso me refugié en el bar de mi viejo amigo Tony. No buscaba conversación, ni líos. Solo quería desaparecer un rato.

Entonces lo vi. Tony discutía con una muchacha rubia que no debía pasar de los veintisiete años, con el maquillaje un poco corrido y los ojos verdes chispeando de furia. Parecía más dispuesta a pelear que a dejarse ayudar y cometí la estupidez de abrir la boca para evitar que siga bebiendo.

Y ahora me lanza una mirada que podía incendiar el bar mientras un breve silencio se cola entre nosotros. Finalmente entreabre sus labios.

—¿Te conozco? —escupe, fría como el hielo.

Niego despacio.

—No. Pero parece que necesitas algo más que tequila esta noche.

—Y tú pareces necesitar una patada —revira, levantando una ceja desafiante.

Me contengo para no soltar una carcajada. La mocosa tiene agallas.

—Tranquila —digo, tomando asiento junto a ella—. Solo intento salvarte de morir de cirrosis antes de los treinta.

Bufa y me ignora, enfocándose en su vaso como si yo no existiera. Se lleva otro tequila a los labios como si nada. Tiene estilo, lo admito.

—¿Sabes qué? —apoyo el codo en la barra, acercándome un poco—. No tienes que contarme tus problemas. Solo ven conmigo. Un lugar tranquilo. Una cama cómoda. Te aseguro que dormirás mejor que aquí.

Ella suelta una risa seca.

—¿Me ves cara de idiota? —su voz suena rasposa, cargada de rabia contenida—. No me voy a ir con un desconocido solo porque se cree irresistible.

Me acerco un poco más, bajando la voz.

—No tienes que hacer nada que no quieras —susurro—. Solo propongo que no termines vomitando en este maldito bar delante de todos.

Ella me mira, furiosa, y por un momento creo que va a lanzarme el vaso a la cabeza.

—Estoy perfectamente —gruñe, pero su cuerpo la traiciona: tambalea apenas cuando intenta girarse en el taburete.

Sonrío, sin ocultarlo.

—Claro que sí —hablo, tomándola del brazo antes de que termine en el suelo—. Vamos, mocosa. Ya disté suficiente espectáculo por hoy.

—¡Suéltame, imbécil! —se revuelve, tratando de soltarse, pero su fuerza es ridícula comparada con la mía.

La acerco contra mí, firme, pero sin lastimarla.

—Hazlo fácil —murmuro junto a su oído—. No tienes que confiar en mí. Solo tienes que confiar en que afuera hay diez tipos peores que yo, esperando a ver si te desmayas.

Ella se queda quieta, respirando agitada, mordiéndose el labio inferior con rabia. Sus ojos verdes me fulminan, pero también brillan de frustración.

—Eres un idiota —escupe, pero ya no forcejea.

—Me lo dicen mucho —respondo con una sonrisa ladeada, guiándola hacia la salida mientras le paso un brazo alrededor de la cintura para estabilizarla.

Ella se deja llevar, tensa como un resorte. Tony nos mira desde detrás de la barra, moviendo la cabeza en silencio. Sabe que no va a detenerme, nadie lo hace.

Empujo la puerta del bar con el hombro y la noche fría nos envuelve.

Ella tirita, aunque no dice nada.

—¿Ves? —murmuro—. Ya estás mejorando. Al menos ya no me insultas cada cinco segundos.

Ella bufa, pero se apoya más en mí. Sonrío para mí mismo. Una mocosa furiosa, desconfiada, llena de veneno...pero peligrosa y seductoramente envolvente.

Al día siguiente

Aunque parezca mentira, no pasó nada con la mocosa. Estaba demasiado ebria, ni siquiera recordaba su dirección, y no, eso no significa que la llevé a mi casa. Siendo práctico —y, por una vez, sensato—, opté por dejarla en un hotel. Me comporté como se debe, incluso pagué su estadía. Pero no sé… sigo como un idiota recordando la noche extraña que tuve con esa muchacha. O simplemente hace tanto que ninguna mujer me decía tantas verdades en la cara, sin miedo, sin vueltas.

Me paso una mano por la nuca, gruñendo para mí mismo. ¿Quién carajos era esa mocosa? ¿Por qué no logro sacármela de la cabeza?

De pronto, el sonido de la puerta me arranca de mis pensamientos. Levanto la vista y allí está mi secretaria con su pose habitual: rígida, profesional, siempre impecable.

—Señor Parker, lamento molestarlo. —Hace una breve pausa, incómoda—. Alguien de la familia Collins insiste en verlo. Le dije que no recibe a nadie sin cita previa. ¿Qué desea que haga?

Me enderezo lentamente en el sillón, sintiendo un mal presentimiento instalándoseme en el pecho. ¿Collins? Justo ahora. ¿Quién será? ¿La perra de Hillary o la hija de Alfred?

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