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Narra Kendall

Llegué a casa y al estirar la mano hacia la puerta, me detuve en seco. No tenía la llave. Claro… no llevaba bolso, ni cartera, ni absolutamente nada más que esta bata que apenas cubría mi dignidad. Rodé los ojos con fastidio.

No pensaba devolverme. Ni loca regresaría a esa escena a buscar una maldita llave que probablemente ni había llevado conmigo. Suspiré con resignación y marqué la contraseña en el panel digital de seguridad.

Cuando la puerta se abrió, entré sin mirar atrás y la cerré con fuerza, como si pudiera encerrar junto con ella toda la vergüenza y el caos que me traía encima.

Me dejé caer en el mueble, boca abajo, hundiendo la cara en una almohada mientras soltaba un sonido frustrado, una especie de quejido infantil, como cuando un niño hace una rabieta contenida. Quería desaparecer.

Me incorporé de golpe, pasándome las manos por la cara, y me di unas suaves palmadas en las mejillas, como un castigo simbólico por mi estupidez.

—¿Cómo pasaste de ser una
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