El abrazo duró un largo rato. Dos hombres, padre e hijo, sosteniéndose mutuamente en medio de las ruinas de veinte años de mentiras. Finalmente, con un suspiro tembloroso que pareció vaciarlo por completo, Emilio se apartó.
Se secó la cara, avergonzado de su propio colapso. —Lo siento... yo... —No —lo cortó Luca, su voz era firme, pero sus ojos estaban llenos de una ternura que Emilio nunca había visto—. No te disculpes. Nunca.
Luca se levantó de la cama, su mente de estratega volviendo a tomar el control, pero ahora con un nuevo propósito. Miró su mano ensangrentada y la camisa arrugada. —Tenemos que irnos. Tenemos que ver a tu madre. —Y a Memo —añadió Emilio, su voz apenas un susurro. La imagen de su hermano colapsando en el suelo de la prisión lo golpeó con una nueva ola de culpa—. Dios mío... Guillermo...
Se levantó, pero sus piernas flaquearon. Luca lo sostuvo. —Tranquilo. Primero, te sentarás ahí —ordenó, señalando una silla—. Y vas a beber el agua que te voy a traer. Y vas a c