Emilio despertó con el sabor metálico del pánico en la boca.
No estaba en el reclusorio. El olor a humedad y miedo había sido reemplazado por el aroma sutil del sándalo y el algodón egipcio. Estaba en una cama inmensa, suave, en una habitación lujosa y silenciosa, bañada por la luz anaranjada del atardecer que se filtraba por un ventanal.
Lo último que recordaba era el suelo sucio de la prisión, la risa de Noah, el rostro destrozado de Guillermo y... la confirmación. «Sí, figlio mio. Soy tu padre.»
Se incorporó de golpe, su corazón latiendo con fuerza. No estaba solo.
Luca Bellini estaba sentado en un sillón al otro lado de la habitación, observándolo. Estaba inmóvil, su traje impecable arrugado, la gasa ensangrentada en su mano derecha un crudo recordatorio de la violencia de hacía unas horas. Parecía agotado, pero sus ojos azules estaban fijos en Emilio, llenos de una emoción que Emilio no pudo descifrar.
—¿Dónde...? —susurró Emilio, su garganta áspera. —En mi suite —respondió Luca