Llegaron al hospital en un silencio tenso. El viaje desde el St. Regis había sido rápido, padre e hijo sentados uno al lado del otro, el vínculo forjado en la confesión y la culpa compartida era tan nuevo que se sentía frágil, casi irreal.
Cuando entraron en el ala de cuidados intensivos, el ambiente era diferente al de la mañana. No había caos, solo una calma sombría. Encontraron a Ricardo y Alessandro en la sala de espera privada, con el rostro desencajado.
—¿Memo? —fue lo primero que preguntó Emilio, su voz cargada de ansiedad.
Ricardo levantó la vista. Parecía haber envejecido diez años en dos horas. —Está... está sedado —dijo, su voz era un murmullo ronco—. Tuvimos que traerlo a una habitación privada. La Dra. Navarro está con él.
Alessandro se acercó, poniendo una mano en el hombro de Emilio. —Tuvo una reacción traumática aguda, Emilio. Un ataque de pánico severo seguido de un colapso. Lo que escuchó... lo que vio... fue demasiado. Lombardi le administró un sedante antes de que