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CAPÍTULO 9: EL INFIERNO EN CASA

Los hermosos ojos marrones de Amelia comenzaron a inyectarse en sangre por la presión brutal que las manos de Noah ejercían sobre su cuello. La súplica desesperada de Amelia por los niños se perdió en un jadeo ahogado. Desde el pasillo, las voces de sus hijos se habían transformado en un coro de súplicas desgarradoras por la vida de su mamá.

​—¡Fuera de aquí! ¡A sus cuartos, ahora! —rugió Noah, sin apartar la mirada enloquecida de su esposa.

​Necesitaba esta conversación violenta a solas. Aflojó la presión solo lo suficiente para arrastrarla, medio ahogada, por el pasillo hasta la habitación principal. Emilio, el más frágil pero el más valiente, se lanzó contra las piernas de su padre en un intento desesperado por liberar a su madre. Noah, sin una pizca de piedad, lo apartó con un empujón violento. El niño cayó hacia atrás, golpeándose las costillas contra el marco de una puerta con un quejido de dolor que partió el aire.

​Noah no se detuvo. Arrojó a Amelia dentro de la habitación y cerró la puerta de un portazo, dejando fuera los llantos de sus hijos. En un instante, el hogar que habían construido, con sus silencios y apariencias, se había convertido en un infierno.

​La arrojó sobre la cama con la fuerza de un animal. Ella entró en pánico, gateando hacia atrás, suplicando con la voz rota.

—Noah, por favor, cálmate... Podemos hablar, por favor...

​Pero él ya no escuchaba. Se abalanzó sobre ella, su peso aplastándola contra el colchón. La besó con una violencia que no buscaba placer, sino castigo. Se quitó la corbata del cuello y, antes de que Amelia pudiera reaccionar, le ató las muñecas por encima de su cabeza, sujetándolas a la cabecera de la cama. La inmovilizó. Sus manos comenzaron a recorrerla lascivamente, con una crudeza que la humillaba.

​—¡Para, Noah! —gritaba ella, retorciéndose—. ¡Por favor, no me hagas nada!

​Él siguió besándola, y entre los gritos de ella, logró meter su lengua en su boca. En un acto de pura defensa, Amelia lo mordió con todas sus fuerzas. El sabor metálico de la sangre llenó su boca y Noah rugió de dolor. Su respuesta fue un revés con el dorso de la mano, un golpe seco y brutal que le partió el labio y la sumió en la oscuridad.

​Quedó inconsciente, con un hilo de sangre manchando la almohada. Al verla así, inerte, la furia de Noah se desvaneció, reemplazada por un horror helado. Se arrepintió al instante, y las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro. Se arrodilló a su lado, desconsolado.

​—Amelia... yo te amaba —sollozó, su voz rota—. Formamos una familia... ¿Por qué nunca me dejaste entrar en tu corazón? Me convertí en un monstruo por la rabia de todos estos años...

​Ella seguía desmayada. Con manos temblorosas, la desató. Le acarició el rostro con una ternura que contrastaba con la violencia de segundos antes. En ese preciso instante, la puerta de la habitación se abrió de golpe. Guillermo, con la fuerza de la desesperación, la había reventado. La escena que encontró lo congeló: su madre, desmayada y sangrando, y su padre llorando sobre ella.

​—¡¿Qué le hiciste?! —gritó, abalanzándose sobre Noah.

​Lo arrancó de los brazos de su madre y lo empujó lejos. Justo entonces, las luces rojas y azules de las patrullas inundaron la habitación. Emilio, después de recuperarse del golpe, había corrido a buscar a su hermano mayor, quien no dudó un segundo en llamar a la policía. Mientras los oficiales entraban, Guillermo se arrodillaba junto a su madre, protegiéndola. Se llevaron a Noah, esposado, sin que él opusiera resistencia, su rostro una máscara de shock y derrota.

​El sonido de las sirenas se alejaba lentamente, llevándose consigo los restos de la vida que Amelia había conocido. Los paramédicos entraron con una camilla, sus movimientos eficientes y desapasionados rompían la atmósfera cargada de la habitación. Le tomaron las constantes vitales, revisaron la herida en su labio y la contusión en su sien. Pero Amelia no recuperaba la conciencia. Su respiración era superficial, su cuerpo completamente lánguido. Había algo más que el golpe. Era como si su mente, cansada de luchar durante tantos años, simplemente se hubiera desconectado.

​En el hospital, las horas se convirtieron en una tortura de pasillos blancos y murmullos médicos. El diagnóstico inicial fue devastador: Amelia estaba en coma. Los doctores no podían dar una explicación clara. Hablaban de un posible daño neurológico acumulado, de falta de oxígeno al cerebro, de una reacción adversa a la medicación que pudiera estar tomando. Para Guillermo, cada pregunta era una daga que revelaba cuánto desconocía sobre el verdadero sufrimiento de su madre. Se dio cuenta de que nadie, excepto una persona, tenía el mapa completo del laberinto mental de Amelia.

​Desesperado, viendo a su madre inmóvil en esa cama de hospital, Guillermo tomó una decisión. Tenía que encontrar al doctor Federico. Era el único que podía darles a los médicos la información que necesitaban, la única esperanza que les quedaba.

​Con manos temblorosas, buscó en los contactos de su madre hasta encontrarlo: «Dr. Federico». Presionó el botón de llamada, el corazón martilleándole en el pecho con una esperanza frágil. Pero en lugar de la voz del doctor, recibió el golpe más devastador. Una grabación, fría e impersonal, que aniquiló esa última luz: «El número que usted marcó no existe o ha sido cambiado». La línea quedó muerta. Federico no solo se había ido; había desaparecido, borrando sus huellas y abandonándolos a su suerte en medio del huracán.

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