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CAPITULO 8: LAS RUINAS DEL REINO

Dos meses. El tiempo se había deshilachado en sesenta días de un silencio denso, cargado de ecos. La madrugada en el consultorio de Federico se sentía como una vida ajena, el recuerdo de una explosión vista desde una distancia insalvable. Amelia se había convertido en una maestra del disimulo, moviéndose por la opulenta casa como un fantasma educado. Desayunaba frente a Noah, escuchando el susurro del periódico y el tintineo de su cuchara contra la porcelana, sintiendo una náusea helada que aprendió a tragar junto con el café.

Su refugio era su tocador. Allí, junto a frascos de perfume que ya no usaba, yacía la lista de especialistas que Federico le había dejado. Cada mañana la miraba. Era un mapa hacia una nueva terapia, un nuevo comienzo para desenredar el mismo laberinto de siempre. Pero sus dedos no marcaban ningún número. El impulso de sanar había sido reemplazado por una extraña apatía, una calma vacía que la asustaba más que el dolor.

Fue una tarde de martes, mientras observaba la lluvia golpear los ventanales de su habitación, que el silencio se rompió. No fue un trueno, sino el timbre insistente de su teléfono. Era Guillermo, con la voz ahogada por el pánico.

—Mamá... es la abuela.

Esa llamada fue la primera pieza del dominó. La vida, con su cruel sentido de la oportunidad, había decidido que el laberinto de Amelia no necesitaba ser desenredado. Necesitaba ser demolido. El infarto cerebral masivo que había sufrido Adelaida, la arquitecta de su jaula, la dejó postrada en una cama, con la mirada perdida en un limbo del que no volvería. Y fue en la carpeta que sus dedos artríticos no soltaron ni en el umbral de la muerte, donde la familia encontró la causa de su colapso: la prueba irrefutable de la traición de Noah.

La verdad explotó en el rostro de todos como una bomba. El yerno perfecto no era más que un ladrón y un adúltero. El descubrimiento desencadenó un caos inmediato: abogados, gritos, acusaciones y la inminente amenaza de la ruina. El castillo de cartas, construido sobre mentiras y apariencias, se venía abajo con una velocidad aterradora.

En medio del huracán de desgracias que azotaba a su familia, ocurrió algo inesperado. Mientras todos corrían a salvar los restos del naufragio, Amelia, por primera vez en años, sintió que podía respirar. El dolor de la traición de Noah era real, pero palidecía ante una revelación mucho más poderosa: su jaula acababa de romperse. Con esa naciente luz de esperanza, su primer impulso fue casi un acto reflejo: llamar a Federico. Necesitaba contarle, compartir con la única persona que conocía sus grietas el cataclismo que la estaba liberando. Pero la llamada nunca conectó.

«El número que usted marcó no existe, favor de verificarlo».

La grabación, impersonal y metálica, fue más brutal que cualquier grito. Federico la había dejado por completo atrás. Se quedó con el teléfono en la mano, el silencio de la línea muerta resonando en la habitación. «¿Qué es lo que esperabas, Amelia?», se dijo a sí misma, una voz dura y clara en su interior. Ahora estaba sola en esto. «Busca a Luca», continuó el monólogo, «enfócate y sé la mujer que realmente eres. Tus hijos estarán bien. Siempre mantuviste ahorros para cuando llegara este momento. Aunque Noah se lleve todo, queda para tus hijos y para ti».

Los días que siguieron se convirtieron en una bruma de pasillos de hospital y salas de juntas frías. Amelia se movía a través del caos con una calma que sorprendía a todos, incluyéndose a sí misma. Lo que quedaba era un silencio interior, un vacío expectante. En sus visitas al hospital, observaba a su abuela sin rencor ni pena. Veía a una mujer que había construido un imperio sobre el control y que había perdido la batalla final. Era una lección, no una tragedia.

—Mamá, el Licenciado Morales dice que los inversionistas están pidiendo una junta urgente —le dijo Guillermo una tarde—. Quieren saber quién tomará las riendas ahora.

Amelia levantó la vista de una rosa que estaba inspeccionando.

—Dile al licenciado que la junta será mañana. Y que la presidiré yo.

Guillermo parpadeó, sorprendido. —¿Tú? Mamá, no tienes que...

—Sí, tengo que —lo interrumpió ella con una suavidad firme—. Esta empresa lleva mi sangre, Guillermo. Es hora de que empiece a comportarme como tal.

La junta fue una carnicería. Hombres de traje, viejos socios de su abuelo, la miraban con una mezcla de lástima y escepticismo. El Licenciado Morales presentó el panorama: el desfalco de Noah era profundo, casi letal.

—La única salida viable —concluyó un socio de rostro adusto, llamado Rivas—, sería declarar la bancarrota.

Amelia escuchó en silencio. Cuando todos terminaron de exponer el apocalipsis, se puso de pie.

—No vamos a declarar la bancarrota —dijo, su voz resonando en la sala—. A partir de hoy, yo asumo la dirección general.

Un murmullo de incredulidad recorrió la mesa. Rivas casi se atraganta.

—Amelia, con todo respeto, usted no tiene experiencia...

—Tengo algo más importante que experiencia, señor Rivas —replicó ella, sus ojos marrones fijos en él, sin rastro del miedo que la había paralizado durante años—. Tengo el apellido que da nombre a esta empresa y la voluntad de salvarla. Aquellos que quieran quedarse y luchar, son bienvenidos. Aquellos que prefieran saltar del barco, la puerta está abierta. Pero este barco no se va a hundir. No mientras yo esté al timón.

Salió de la sala de juntas dejando tras de sí un silencio atónito. Por primera vez en su vida, se sentía como Adelaida. O, mejor dicho, como la mujer que Adelaida siempre había querido que fuera, pero por las razones equivocadas.

Esa noche, sola en el despacho de la casa, un lugar que siempre había sido el territorio de Noah y que ahora se sentía como su propio centro de mando, encendió el ordenador. Sus dedos, sin dudarlo un instante, teclearon un nombre que no había osado escribir en casi veinte años: Luca Bellini. Estaba tan inmersa en la cascada de resultados, en rostros y noticias que intentaban llenar el vacío de dos décadas, que no escuchó el coche derrapar en la entrada.

​El primer aviso fue un escándalo fuera del despacho. Luego, la puerta se abrió de un golpe violento, estrellándose contra la pared. Era Noah. Llevaba días fuera de casa, con el aspecto de un hombre acorralado, pero ahora su rostro estaba desfigurado por una furia que Amelia nunca había visto. Ya los había leído desde su celular en el historial de búsqueda, eso lo hizo salir deprisa del departamento en el que estaba con su amante y corrió envuelto en furia a la casa donde había compartido con Amelia.

Sus ojos enloquecidos recorrieron la habitación hasta que se clavaron en la pantalla del ordenador, un traidor luminoso en la penumbra. Vio el nombre. Vio «Luca Bellini». Y vio «Alessandro Bellini», el tío de Luca. La evidencia irrefutable. Necesitaba verlo con sus propios ojos y la estúpida de su esposa no había podido ocultarlo.

​—Así que era verdad —siseó, su voz rota por el odio—. No has perdido ni un segundo.

​Antes de que Amelia pudiera reaccionar, él cruzó la habitación en dos zancadas, la arrancó de la silla y la estrelló contra la pared. El aire se le escapó de los pulmones. Sus dedos, duros como el acero, se cerraron alrededor de su cuello.

​Desde el pasillo llegaban los gritos aterrorizados de sus hijas y el llanto agudo de Emilio. Guillermo no estaba. No había nadie que pudiera arrancarle de las manos a su madre. Los niños habían visto las marcas antes, los moratones ocultos bajo la seda, pero nunca habían presenciado la tormenta.

​—¡Buscando a tu amante! —le escupió Noah en la cara, apretando más—. ¡Con mi dinero, en mi casa! ¡Ese desgraciado! ¡Me hiciste vivir un infierno por él, y ahora que crees que te has librado de mí, corres a buscarlo!

​Amelia luchaba por respirar, sus manos arañando inútilmente las de él. Su visión empezaba a oscurecerse en los bordes.

—Noah... por favor... —logró susurrar, con apenas un hilo de voz—. Los niños...

​—¿Los niños? —se burló él, su rostro a centímetros del de ella—. ¡Tú no pensaste en ellos cuando abrías las piernas para ese infeliz!

​—No... por favor... que no te vean... —suplicó ella, las lágrimas quemándole los ojos—. Que tus hijas... no te vean hacer esto...

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