María Teresa, con el rostro enrojecido por la furia, dio un paso al frente, apuntando un dedo tembloroso a Ricardo.
—¡¿Decencia?! ¡¿Tú vienes a hablarnos de decencia después de abandonarnos por años?! ¡Y ustedes! —espetó, girándose hacia los gemelos—. Un par de mocosos que no saben...
—De hecho —la voz de Emilio, tranquila y afilada como un bisturí, cortó el aire. El silencio que provocó fue instantáneo.
Todos se giraron para mirarlo. No era el joven de veinte años que sus tíos recordaban; era una versión miniatura de Adelaida, con una compostura de acero que helaba la sangre.
—Solo para que sus prioridades estén claras —dijo Emilio, sus ojos fijos en María Teresa y Arturo—. Mi abuela Adelaida, aunque esté conectada a esas máquinas, sigue viva. Legalmente, no hay herencia que repartir.
María Teresa palideció. Arturo dejó de mecerse sobre sus talones.
—Si tienen dudas operativas sobre la empresa —continuó Emilio, sacando una tarjeta de visita del bolsillo de su saco y deslizándo