La sala de espera de la unidad de cuidados intensivos era un espacio diseñado para la angustia silenciosa, un purgatorio de tonos beige y luz artificial. La llegada de María Teresa y Arturo destrozó esa paz precaria como una pedrada en un estanque. Entraron no con la congoja de familiares preocupados, sino con la arrogancia de conquistadores reclamando un territorio.
María Teresa, envuelta en un abrigo de piel que parecía gritar su desprecio por el clima de la Ciudad de México, se plantó frente a Guillermo. Sus ojos, afilados y evaluadores, no miraron hacia la habitación de Amelia, sino que se clavaron en su sobrino.
—Bueno, ya estamos aquí —dijo, su voz un látigo—. ¿Cuál es la situación real? Y no me refiero a los dramas médicos. Hablo de la empresa. ¿Quién está al mando?
Guillermo, que había pasado la noche en vela alternando entre la silla incómoda y la ventana de la habitación de su madre, la miró con incredulidad. —¿La empresa? Mi mamá está luchando por su vida y...
—Por fav