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Se hundió en ella, y fue como descubrir un universo nuevo: un calor húmedo y profundo, una estrechez que delataba un largo abandono y que, para él, se sentía como el privilegio de una primera vez. El cuerpo de Amelia, desacostumbrado al contacto íntimo, lo recibió como a un extraño para luego amoldarse a él, cediendo y abriéndose con una entrega total. Sus fluidos compartidos brillaban sobre el cuero oscuro del diván. Fue entonces, en medio de un vaivén lento y profundo, que ella le susurró al oído, la voz quebrada por el placer: «Prometiste convertirte en el hombre que necesito para estar mejor».
Aquel susurro fue seguido por un beso casto en la mejilla, un gesto de una inocencia desgarradora que él aniquiló al instante, tomando su rostro entre las manos para devorarla en un beso que sabía a alma y a condena. Cada embestida era una afirmación, la materialización de un sueño febril que había ardido bajo la superficie durante años. Tenía en sus brazos a la mujer de sus fantasías, la destructora de su mundo, la arquitecta de su ruina. Y en ese instante, el precio de una familia rota le pareció una ganga.
Se olvidó de todo lo demás para concentrarse en el presente: en la forma en que el cuerpo de ella se entregaba sin reservas, en cómo él se convertía en el único dueño de esa piel de terciopelo. Quería beberse el mapa de sus pecas, adorar cada centímetro como si fuera tierra sagrada. Ella lo disfrutaba, arqueándose para recibirlo, fundiéndose con él en una danza de fluidos y jadeos. Él nunca había experimentado una conexión tan visceral, tan absoluta. Por Amelia había perdido la cabeza hacía mucho tiempo. En ese diván, bajo la luz tenue de su consultorio profanado, entendió que también, y con gusto, estaba perdiendo el alma.
Un espasmo la recorrió por completo, una ola de placer que la hizo gritar su nombre. Él la sostuvo firme, sintiendo las contracciones de su intimidad aferrarse a él, y verla rendida al orgasmo fue el espectáculo más exquisito de su vida. Pero ella apenas estaba comenzando. Con una energía renovada, se transformó. Tomó el control, girando sobre él para montarlo con una seguridad que lo dejó sin aliento.
Ahora él podía contemplarla: una diosa erguida, con sus senos firmes rebotando al ritmo de sus caderas, el cabello ondulado cayendo como una cortina sobre su rostro. Era un espectáculo hipnótico, verla usar su propio cuerpo para darse placer, para dominarlos a ambos. Él aferraba sus caderas, acariciaba su espalda, sus muslos, intentando no perderse ni un solo detalle de ella. La besaba con desesperación, y en un impulso, estuvo a punto de morder su hombro, de marcarla como suya. Pero se detuvo. Sabía que no podía quedar evidencia de esa noche. Continuaron así, entre besos y caricias febriles, hasta que ella llegó a un segundo orgasmo, un grito ahogado que lo arrastró a él también al abismo del placer. Exhausta, cayó sobre su pecho. Sudorosos y fatigados, se abrazaron en el silencio, solo interrumpido por sus respiraciones agitadas.
Fue él quien rompió el hechizo, quien derrumbó el templo que acababan de construir.
—Esto podría ser mejor que añorar a Luca —dijo, la voz ronca por la pasión y una sinceridad brutal—. Yo soy un hombre real que te ama.
La mención de Luca fue como un baldazo de agua helada. Amelia se apartó bruscamente, como si su piel quemara. El velo de la pasión se rasgó, y la cruda realidad la golpeó. Se levantó, buscando a tientas la ropa en la penumbra. Esa frase lo había roto todo. La consciencia de sus actos la invadió, y con ella, una ola de profundo y amargo arrepentimiento.







