Finalmente, tras horas de trabajo incansable, llegamos al castillo.
El cansancio pesaba en mis músculos, pero el deber no me permitía flaquear.
Al entrar, la calidez que emanaba del interior fue como un bálsamo para todos. El olor a pan recién horneado, el crujir de las mantas limpias, el murmullo de voces organizando todo… supe en ese instante que Dorian había cumplido su parte a la perfección.
Y entonces la vi.
En medio de todo aquel movimiento, Madeleine se movía con una gracia natural que me dejó sin aliento.
Estaba organizando a los niños, envolviéndolos en mantas, acomodando a los ancianos en lugares cómodos, asegurándose de que todos tuvieran algo caliente entre las manos.
Su cabello, ligeramente húmedo por la bruma que se filtraba, caía en ondas desordenadas sobre su espalda.
Su rostro, aunque cansado, brillaba con una luz que no tenía nada que ver con la lámpara encendida a su lado.
Ella no se percató de mi llegada de inmediato.
Estaba concentrada en consolar a una madre que