Caminaba sin rumbo por los pasillos del castillo, con el ánimo más revuelto de lo que me gustaría admitir. No me sentía bien. Y no era por la misión, ni por los preparativos. Era por ella.
A pesar de todo lo que había hecho esa mañana para ocupar la cabeza, no podía dejar de pensar en Madeleine. Quería pasar ese último día con ella, pero no estaba. Y aunque intentaba justificar su ausencia con mil razones, el vacío que sentía no se llenaba con excusas.
—¿Te vas a seguir paseando como alma en pena todo el día o vas a decirme qué tienes? —La voz de mi tía Greta me sacó del trance.
—No tengo nada, tía. Sólo necesitaba aire —respondí con evasiva.
Greta me cruzó los brazos y me miró con esa ceja levantada que podía doblar hasta al alfa más temido.
—Te conozco como si te hubiera parido, Enzo. A mí no me puedes mentir. Estás así porque Madeleine tuvo que irse, ¿o me equivoco?
Suspiré, rindiéndome.
—Pues no te equivocas, tía. Hubiera preferido que se quedara conmigo… o que al menos me hubiera