El amanecer apenas comenzaba a despuntar cuando lo vi aparecer con su uniforme de guerra. La luz suave del alba dibujaba su silueta con un aire solemne. Mi pecho se oprimió al instante. Me acerqué sin decir nada, sólo queriendo grabar su rostro en mi memoria, por si acaso.
—Mi amor… me duele tanto que te vayas —dije al fin, con la voz apenas quebrada.
—A mí también me duele tener que dejarte aquí —respondió con sinceridad, acariciándome el rostro con ternura—. Quisiera que pudiéramos continuar nuestras vidas como cualquier pareja normal… despertando juntos, soñando juntos.
—Pero eso es casi imposible, porque ni tú ni yo somos normales, mi cielo —le recordé, obligándome a sonreír aunque por dentro me estaba rompiendo—. La Luna nos eligió, y tenemos que cumplir con su mandato.
—Lo sé, preciosa —dijo con una sonrisa que no le llegaba del todo a los ojos—. Y créeme que lo hago desde lo más profundo de mi corazón. Pero… te confieso algo.
—¿Qué cosa?
—Tengo un extraño presentimiento. No sé