¡Muere Emilia, muere!

El ronco susurro de un motor se acercaba y un elegante coche se detuvo en el silencioso espacio. La puerta se abrió y Leonardo salió primero, con el abrigo pegado al cuerpo como una segunda piel. Sonrió de una forma que antes la habría tranquilizado; ahora la inquietaba.

—Hola, Emilia —dijo con voz suave como la seda—. Cuánto tiempo sin verte.

Se había preparado para todo tipo de respuestas: negaciones, mentiras, una crueldad estudiada, pero no para esa sonrisa fácil que denotaba posesión como un aroma. Mantuvo la grabadora oculta bajo el chal y el pulgar ligeramente sobre el amuleto, sintiendo el peso de ambas opciones oprimiéndole el pecho.

Antes de que pudiera responder, otra figura emergió del lado del copiloto. Isla descendió del coche como una reina que baja de un carruaje, con porte y una malicia pulida. Su presencia iluminó algo en el patio como una corriente. Su risa fue lo primero que se escuchó: brillante, aguda y completamente desprovista de remordimiento.

—Eres tan ingenu
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