Al día siguiente.
Norman se sentía devastado.
La tristeza lo envolvía como una niebla densa, y Viena podía verlo claramente.
Su rostro estaba pálido, y sus ojos, normalmente llenos de vida, ahora reflejaban un vacío profundo y doloroso.
—Lo siento, Norman —dijo Viena, su voz suave y comprensiva—. Sé que esto duele.
Él la miró, tragando saliva con dificultad, sintiendo cómo la presión en su pecho aumentaba.
No podía llorar; las lágrimas se habían secado en su interior, dejando solo un rastro de dolor.
—Solo… siento que he perdido hasta mi identidad —murmuró, su voz apenas un susurro. Era como si cada parte de él se estuviera desmoronando, y la sensación de pérdida era abrumadora.
Viena tomó su mano, buscando ofrecerle un poco de consuelo.
Sus dedos se entrelazaron, y aunque el contacto era cálido, no podía aliviar la tormenta que rugía dentro de él.
—Lo sé, pero eres fuerte. Promete que lo serás —le instó, su mirada fija en la suya, tratando de infundirle un poco de esperanza.
Él apretó