—Son de mi madre —dijo Alicia, acariciando las rosas como si fueran un talismán contra el miedo—. Ella me adora.
Javier la observó en silencio.
Sus labios se curvaron en un gesto apenas perceptible, más parecido a una mueca que a una sonrisa.
Depositó al bebé en el cunero con un movimiento torpe, casi mecánico.
—Necesito aire. Te veré después.
Su voz sonó hueca, distante, como si estuviera muy lejos, aunque apenas estuviera a un par de pasos.
Alicia intentó detenerlo, estiró la mano, suplicando en silencio que se quedara, que no la dejara sola con ese vacío que crecía en su pecho.
Pero él no la escuchó. Dio media vuelta y salió, dejándola rodeada del perfume de las flores, un aroma que se mezclaba con el veneno de la sospecha.
Alicia apretó la tarjeta entre sus manos, sus ojos recorrían una y otra vez las letras como si pudieran cambiar. El miedo le ardía en la piel. Y entonces la puerta se abrió.
Felicia entró en la habitación con una sonrisa radiante.
—¡Nació mi amado nietecito! —exc