El frío se había vuelto más penetrante en los últimos días. Liria lo sentía colarse por las rendijas de las ventanas mientras caminaba por el pasillo norte del castillo. Las antorchas proyectaban sombras danzantes sobre los muros de piedra, creando figuras que parecían observarla. Había aprendido a moverse con cautela por Norvhar, como si cada paso pudiera despertar a bestias dormidas bajo el suelo.
Tras doblar una esquina, se detuvo en seco. La Gran Canciller Morwen estaba de pie junto a un ventanal, su silueta recortada contra la luz mortecina del atardecer. No era casualidad. Liria lo supo al instante.
—Mi señora —dijo Morwen con aquella voz que parecía hielo pulverizado—. Qué afortunado encuentro.
Liria mantuvo la compostura, aunque su corazón se aceleró. La mujer de cabello plateado y ojos como dagas de obsidiana nunca buscaba "encuentros afortunados".
—Gran Canciller —respondió con una reverencia medida—. ¿Puedo ayudaros en algo?
Morwen sonrió, un gesto que jamás alcanzaba sus o