La noche había caído sobre Norvhar como un manto de terciopelo negro. Liria permanecía sentada junto a la ventana de su habitación, observando cómo la luna proyectaba sombras fantasmales sobre los jardines del castillo. El frío se colaba por las rendijas de la piedra, pero ella apenas lo notaba, sumida en sus pensamientos.
Tres golpes suaves en la puerta la sacaron de su ensimismamiento.
—Adelante —dijo, esperando ver a Mina con la infusión nocturna que solía traerle.
Pero no era Mina quien entró. Una mujer anciana, encorvada por el peso de los años, se deslizó en la habitación con pasos silenciosos. Su rostro, surcado por arrugas profundas como ríos secos, mostraba la cautela de quien ha vivido lo suficiente para temer las sombras.
—Mi señora —susurró la anciana con voz quebradiza—. Perdonad la intrusión a estas horas.
Liria se incorporó, intrigada. Nunca había visto a esta mujer entre el personal que la atendía.
—¿Quién sois?
—Me llamo Elda, mi señora. Serví a la reina Isolde durant