SILVANO DE SANTIS
La luz de la tarde se colaba por las cortinas del departamento. El silencio era inusual, casi incómodo. Caminé hasta la cocina y vi la taza de té que había dejado Anny esa mañana. Todavía estaba a medio tomar. Su costumbre de dejar cosas a medio hacer me enternecía… y al mismo tiempo me volvía loco.
La busqué con la mirada y la encontré sentada en el sofá, con las piernas cruzadas, leyendo. O al menos intentándolo. Porque sus ojos no se movían del mismo renglón desde hacía varios minutos y su ceño se mantenía fruncido.
Me acerqué sin hacer ruido, pero ella me sintió. Siempre me sentía.
—¿Estás bien? —pregunté.
Ella cerró el libro sin contestar de inmediato.
—¿Supiste algo más? —sus ojos estaban cargados de ansiedad contenida—. ¿Averiguaron algo sobre los hombres de la van?
Negué con la cabeza. Me senté frente a ella. No podía seguir postergando esto.
—No, pero estamos trabajando en eso. Lo prometo. Y necesito que confíes en mí cuando te diga que no voy a descansar ha