AMELIA ALBERTI
Abrí los ojos con un sobresalto. El sol apenas filtraba sus primeros rayos por la ventana del hospital, pero ya estaba sentada al lado de su cama, como si mis sueños me hubieran traído directo de vuelta a él.
Paolo dormía tranquilo. Su respiración era profunda y acompasada, y esa era mi mejor medicina.
La puerta se abrió con suavidad y entró el doctor con una carpeta en mano. Me puse de pie enseguida.
—Buenos días —saludó con una sonrisa amable—. Vamos a ver cómo va nuestro guerrero.
Corrí la cortina para dejar pasar un poco más de luz mientras el doctor revisaba la herida. Paolo despertó con un leve quejido por la luz que entró directo a su rostro, pero se dejó hacer sin protestar.
—Está todo bien —dijo el doctor, mirándome como si supiera que esa era la frase que yo necesitaba oír—. Puede irse a casa hoy. Necesita descansar, comer bien y no hacer esfuerzos grandes por unos días. Pero está perfecto, tienes una muy buena cicatrización muchacho.
Me llevé la mano al pecho