La casa principal de la finca tenía una parte que nadie pisaba desde hacía veinte años. Un ala cerrada, cubierta por cortinas pesadas, polvo y silencio. Allí, en el segundo piso, detrás de una puerta de madera antigua con pomo de bronce, dormía el recuerdo intacto de una mujer que había muerto demasiado joven.
Adriano no solía hablar de Martina. No con nadie. Pero esa tarde, mientras la luz naranja del atardecer teñía los ventanales, tomó la mano de Chiara y la condujo por un pasillo que olía a cera, madera envejecida y melancolía.
—Quiero mostrarte algo —dijo, sin mirar atrás.
Chiara caminó detrás de él con paso lento, casi solemne. Sentía que entraban a un santuario. Las paredes estaban cubiertas de retratos familiares, algunos en sepia, otros al óleo. Todos los ojos parecían observarla. Sentía un escalofrío, pero no retrocedió.
Cuando Adriano abrió la puerta, el crujido fue como el de una tumba abriéndose.
La habitación era amplia, decorada con un gusto delicado. El papel tapiz azu